En las penumbras de un crepúsculo perpetuo, donde el sol se extingue en un suspiro agónico,yace la enfermacrónica , relicto de un mundo que la ha repudiado con saña inexorable. Su dolencia, esa hidra crónica y marginada, se enreda en sus venas como un miasma deletéreo, un flagelo ignoto que los galenos desdeñan con altanería olímpica, relegándola a los confines de la nosología olvidada.
Fibromialgia,encefalomelitismialgica, síndrome químico múltiple, hiper sensibilidad química, lupus… nombres que resuenan como conjuros arcanos en los anales de la medicina, pero que para ella son cadenas forjadas en el yunque de la indiferencia social. Su epidermis, un palimpsesto de llagas purulentas y caprichosas, narra una epopeya de tormentos inefables, donde cada pulsación es un réquiem por la vitalidad fenecida.
Abandonada por los suyos , esos parientes que un día juraron lealtad en juramentos efímeros, ahora se disipan como bruma matutina ante el hedor de su decrepitud. El cónyuge, otrora baluarte de afectos, se ha transmutado en un espectro fugaz, huyendo hacia horizontes de salud impoluta, dejando tras de sí un vacío hondo, un nihilismo que devora el alma.Los amigos, esos incondicionales de la camaradería, se evaporan en un éxodo silente, pretextando ocupaciones quiméricas, mientras sus risas reverberan en ecos distantes, como un sarcasmo cruel a su soledad eterna.
La sociedad, ese leviatán insensible, la estigmatiza con epítetos peyorativos: «hipocondríaca», «quejumbrosa», «parásita de subsidios exiguos», ignorando el calvario que sufre en la penumbra de su alcoba.En el sanctuario de su habitación, un microcosmos de penurias, el tiempo se dilata en una eternidad lúgubre. Cada amanecer es un suplicio renacido, donde el dolor, ese verdugo inexorable, lacera sus entrañas con saña sádica, mientras el insomnio, centinela vigilante, vela sus noches con ojos inexorables.
Sus articulaciones, anquilosadas por el dolor inexorable, crujen como ramajes vetustos bajo el vendaval de la aflicción. La fatiga, esa hidra polimorfa, la postra en un letargo catatónico, donde los sueños se tornan en quimeras oníricas de una salud pretérita, un edén perdido en los meandros del olvido.
La soledad, esa compañera inexorable, se adhiere a ella como un sudario pegajoso, envolviéndola en un lava de aislamiento absoluto. No hay manos que acaricien su frente febril, ni voces que susurren palabras balsámicas; solo el silencio, un vacío ontológico que amplifica cada gemido, cada estertor de su agonía.
En las horas vespertinas, cuando el ocaso tiñe el firmamento de púrpuras melancólicas, ella contempla el espejo, ese oráculo implacable que refleja su metamorfosis: ojos hundidos en órbitas cavernosas, cabellos lánguidos como algas marchitas, una faz surcada por arrugas prematuras, estigmas de su padecimiento inicuo.
La marginación de su mal, ese ostracismo patológico, se erige como un bastión inexpugnable contra la empatía humana. Los protocolos médicos, arcanos y burocráticos, la relegan a listas de espera infinitas, donde los especialistas, deíficos en su arrogancia, dispensan diagnósticos lapidarios sin atisbo de compasión.
Ella, la enferma, se convierte en una paria contemporánea, una leprosa de la era digital, donde las redes sociales, ese panóptico virtual, exhiben vidas idílicas que acentúan su desamparo. Sus clamores, emitidos en foros obscuros, se disipan en el éter cibernético, ignorados por una multitud narcisista.
El abandono es un veneno lento, un tóxico que corroe el espíritu con meticulosidad quirúrgica. Cada rechazo, cada puerta cerrada, cada promesa incumplida, es un estilete que perfora su psique, dejando hemorragias emocionales que no cicatrizan.
En la quietud nocturnal, cuando la luna, esa esfinge pálida, vela su insomnio, ella evoca recuerdos de una juventud eflorescente, cuando su cuerpo era un templo de vigor, no esta ruina dilapidada por la enfermedad insidiosa.
Pero la cronicidad de su mal es un ciclo vicioso, un sísifo patológico que la condena a empujar la roca de su sufrimiento colina arriba, solo para verla rodar de nuevo al abismo de la recaída.
La soledad se transmuta en una entidad palpable, que susurra dudas existenciales: ¿Por qué yo? ¿Acaso merezco este exilio de la humanidad? Sus interrogantes se pierden en el vacío, sin eco ni respuesta.
En su lecho de padecimientos, rodeada de viales de panaceas ineficaces y tomos de tratados hipocráticos, ella forja una resiliencia estoica, un bastión interior contra la deserción universal.Sin embargo, el dolor cronifica la melancolía, convirtiéndola en una musa funesta que inspira versos mudos, lamentos que nadie oye en la vastedad de su aislamiento.La enferma, abandonada por todos, se erige como un monumento a la fragilidad humana, un testamento viviente de cómo las dolencias marginadas devoran no solo el cuerpo, sino el tejido social que debiera sostenerlo.
En el cénit de su desesperanza, surge un atisbo de epifanía: quizás en esta soledad abisal, halle la esencia de su ser, un yo inquebrantable forjado en el crisol del abandono.
Mas el ciclo persiste, inexorable: amanecer, tormento, crepúsculo, noche; un rosario de aflicciones que la encadena a su destino marginado. Y así, en el silencio sepulcral de su existencia, la enferma persevera, un faro extinguido en el océano de la indiferencia, aguardando un milagro que jamás llegará.
FIBRO PROTESTA YA
HBC




