Ya a finales de los 80, pero mucho más acentuado en los años 90 del siglo XX, se inicia en el estado español las privatizaciones de empresas y servicios públicos. El mantra repetido por los gurús del mercado definía “la competitividad” como la mejor herramienta de progreso. Era la época del desmantelamiento de los Altos Hornos y de la venta de los sectores energéticos estratégicos como las eléctricas, los carburantes y el agua.
No contentos con las empresas públicas, se inicia la externalización y privatización de los servicios públicos esenciales, pilares del estado social de derecho, en busca de suculentos beneficios para la empresa privada. De esta manera se orquesta el desprestigio del sector público y se alaban las ventajas de sector privado en la oferta de servicios como la sanidad, la educación o los servicios sociales.
Confundida y manipulada buena parte de la ciudadanía con el falso relato de las ventajas del mercado y el sector privado, se inicia el mayor expolio de lo público, trasvasándose la riqueza de todos y todas a las manos de unos pocos privilegiados. Ésta imposición de la gestión indirecta y de las privatizaciones se hace en contra de los derechos de la ciudadanía y en contra de los principios constitucionales y los rectores de la política social de esta democracia.
Pero la crisis sistémica iniciada en 2008 ha demostrado que este proceso privatizador ha fracasado. Por un lado se ha acontecido insuficiente para resolver, por ejemplo, el drama del paro, puesto que, como estamos comprobando, la recuperación económica (la suya) no va acompañada de una mejora de la calidad de vida de la gente. Grandes empresas, como las que cotizan en el Ibex 35, cerraron en 2016 con escandalosos beneficios, mientras el paro se mantiene en porcentajes insultantes, la precariedad laboral cada vez es más alta, aumentando las tasas de pobreza y riego de exclusión social. Además los servicios externalizados fueron los primeros afectados por esta situación, generándose un bajada de la calidad de los mismos, el aumento de la deuda municipal y la precarización de las condiciones de trabajo en la contratas.
Un factor clave que se esconde a la opinión pública es que la gestión indirecta-privada de los servicios públicos locales es mucho más cara de sostener, tal y como recuerda el tribunal de cuentas en su informe de 2011: mayores costes financieros, pago obligatorio del beneficio empresarial, no existencia de transferencia real del riesgo a las contratistas en caso de quiebra por lo que los costes de rescate recaen en la administración, la larga duración de los contratos que implica incremento de coste para la administración, altos costes de transacción para la administración derivados del diseño, planificación y control de la contratista… Por lo que supone una gran contradicción de la propia Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, que vela en teoría, por la “eficiencia” en la prestación de los servicios públicos.
No se debe olvidar que la gestión indirecta de los servicios y las privatizaciones ha sido el espacio menos democrático y menos transparente donde se han desarrollado la mayoría o casi la totalidad de los grandes casos de corrupción.
Es necesario recuperar el sector público municipal que ha sido conscientemente debilitado. Y es aquí donde reside la importancia de las (re)municipalizaciones. Hace falta otro modelo
productivo, que priorice la gestión directa y el control social de los servicios públicos locales y no sólo por ser una opción política legítima, jurídicamente viable y económicamente sostenible, sino porque también es más eficiente, más sostenible y más garantista.